Entramos en una fase de la política colombiana que más le conviene a Petro y a Uribe, pero que más perjudica al país. Una etapa en la que se exacerban los ánimos, se invita a que los colombianos piensen con el hígado —y algunos hasta con el páncreas—, y se obliga a decidir entre Uribe y Petro: entre el diablo y Satanás, entre la mierda seca y la mierda agua. Dos figuras que han dominado la política en los últimos 20 años, culpándose mutuamente mientras el péndulo vuelve una y otra vez al mismo lugar.
El asesinato de Miguel Uribe y la condena de Álvaro Uribe Vélez —por un delito menor en comparación con los episodios más graves de su historia política— han reactivado un uribismo que hacía años no se sentía. Del otro lado, el antiuribismo se ve fortalecido con un Petro en el gobierno, respaldado por una nómina estatal inflada y una estructura burocrática que ha crecido desbordadamente en sus tres años en la Casa de Nariño. Colombia se enfrenta nuevamente a “el que diga Uribe” y “el que elija Petro”, dos males que se necesitan mutuamente para seguir vigentes.
Más que votar por propuestas, la mayoría de ciudadanos vota contra el otro bando. Esto reduce el espacio para un voto racional y programático, empobreciendo el debate público: se habla más de personas que de ideas. Petro, desde el poder, alimenta los odios con cada trino incendiario; Uribe le responde desde su finca, donde cumple una condena de doce años bajo casa por cárcel, que más parece un palacio con internet y celular, en una propiedad de más de 1.500 hectáreas.
En el bloque uribista se perfilan María Fernanda Cabal, Vicky Dávila y Abelardo de la Espriella, todos esperando la unción de Uribe. Su discurso se limita a repetir que falta seguridad y que las políticas de Uribe deben volver, las mismas que dejaron 6.402 jóvenes asesinados en los llamados falsos positivos, y una lista de aliados condenados por diversos delitos, de los que Uribe siempre salió indemne.
En el lado de Petro, la oferta tampoco representa un cambio real. Figuran Gustavo Bolívar, famoso por sus narconovelas; María José Pizarro; y Daniel “Pinturita” Quintero, quien a punta de golpes mediáticos intenta consolidarse como candidato del petrismo. Sus acciones, muchas veces teatrales, parecen darle los resultados que busca. En este bando hablan del cambio que dicen representar, ese que nunca fue con Petro en el poder, en el que se robaron la UNGRD.
En este escenario, es difícil que surja una tercera vía: cualquier nuevo líder es presionado a “tomar bando” o se le acusa de ser “uribista disfrazado” o “petrista encubierto”. La polarización en Colombia no es solo política; es emocional y cultural, alimentada por 20 años de narrativas que convierten la política en una guerra de “ellos o nosotros”. Romper este ciclo implicaría que un liderazgo logre hablarle a ambos lados sin ser visto como traidor, algo que hasta ahora nadie ha conseguido.
Este país, acostumbrado al odio, necesitaría un líder capaz de unir, pero romper el espiral de Uribe y Petro —un ciclo dañino y vicioso— será una de las tareas más difíciles para cualquier proyecto político que busque realmente construir nación.