Lo que vivimos hoy en Colombia es el resultado de haber puesto nuestro destino en manos de los extremos. Dos polos ideológicos que, aunque se odian, se parecen demasiado en su forma de actuar. Se alimentan del conflicto, gobiernan para sus aliados, reparten cuotas, y olvidan su deber más básico: servirle a todo el país. Los extremos pudren todo, y esa lección nos la han dado dos figuras que han marcado a fuego nuestra política reciente: Álvaro Uribe Vélez y Gustavo Petro. Ambos han moldeado el poder a su imagen y semejanza, a punta de clientelismo, polarización y discursos incendiarios. Son opuestos, sí, pero al final usan las mismas herramientas para dividir y manipular.
Uribe fue el arquitecto del ascenso de Iván Duque, un presidente improvisado que llegó al poder sin experiencia ni liderazgo. Duque fue más un títere que un mandatario, más un presentador de televisión que un gestor de país. Su legado es tan pobre que lo único destacable fue allanar el camino para que, por primera vez, la izquierda llegara al poder. El mismo Duque que hablaba de economía naranja mientras el país contaba muertos por COVID, es el reflejo de un proyecto político vacío, que solo existía para servir al ego de su mentor. Y ese mentor, hoy enjuiciado por soborno y fraude procesal, sigue pretendiendo ser la conciencia moral del país. Como si no bastaran los escándalos, las chuzadas, los falsos positivos y la forma descarada en que utilizó el poder para perseguir a sus enemigos.
Pero el otro extremo tampoco se queda atrás. Gustavo Petro llegó prometiendo un cambio ético, pero lo primero que hizo fue pactar con los mismos de siempre: Armando Benedetti, Roy Barreras, y una larga lista de oportunistas reciclados del uribismo y el santismo. En lugar de rodearse de talento, Petro eligió lo útil, lo leal, lo que le asegurara gobernabilidad, aunque fuera a costa de su propio discurso. Así llegó al poder Laura Sarabia, una exasistente convertida en canciller, símbolo de cómo se premia la cercanía más que la capacidad. Así aparecieron empresarios cuestionados como Euclides Torres financiando campañas, y así su propio hijo terminó acusado por lavado de activos y enriquecimiento ilícito.
Petro, que tanto criticó a Uribe por sus ataques a la institucionalidad, ahora sueña con cambiar la Constitución por la vía de una consulta popular. Quiere legitimar sus reformas en las calles, con discursos llenos de dramatismo, insultos y promesas vacías. Se mueve como pez en el agua entre multitudes, pero naufraga en la gestión real. Y mientras tanto, el país espera. Criticó a Duque por su gabinete, pero ahora tiene en el poder a los mismos personajes que antes denunció. Criticó a Uribe por sus hijos, y hoy su propio hijo está en los estrados judiciales. Criticó la politiquería, pero se rodeó de ella. Lo que no soportamos en un extremo, lo toleramos en el otro. Y eso nos ha llevado al punto en el que estamos.
Tres años de gobierno con más escándalos que logros. Más ruido que resultados. Un presidente más preocupado por su imagen que por los problemas del país. ¿Cirugías estéticas? Bien. ¿Soluciones reales? En veremos. Desde procedimientos estéticos hasta rumores de índole privada, incluyendo la presunta escapada a Panamá con un travesti, y de su primera dama, a la cual no se volvió a ver en eventos públicos junto a Petro. El foco ha estado más en lo anecdótico que en la gestión pública.
Colombia atraviesa una etapa de profundo desgaste institucional, donde el péndulo entre extremos ha dejado una ciudadanía fragmentada y un sistema político debilitado. Con esperanza, muchos esperan que las elecciones de 2026 marquen un punto de inflexión y permitan la emergencia de liderazgos más equilibrados, responsables y comprometidos con el interés general, le llego la hora al centro. Colombia necesita una pausa, una reflexión profunda. No se trata de escoger entre Uribe o Petro, entre la derecha furiosa o la izquierda resentida. Se trata de salir de los extremos, de apostar por la sensatez, por lo institucional, por lo que une y no lo que divide. Porque los extremos, cuando gobiernan, no transforman: pudren. Y ya es hora de dejar de permitirlo.
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